En un lejano lugar de una gran reserva natural vivía Coni, un pequeño gazapito de la última camada del año. Vivía con su madre y hermanos en una madriguera profunda fresca, confortable y apartada de todo peligro. El suelo estaba cubierto de pelos de la barriga de mamá coneja, para que estuvieran todos más calentitos.
Toda la camada era de color gris, con algunas manchas blancas, Coni las tenía en la punta de las patitas. Parecía que tenía puestos unos calcetines.
Era listo y espabilado. Siempre estaba con una amiguita de su misma edad, su nombre era Coka. Esta era blanca como la nieve con unas manchitas de pelo rubio en el cuello que parecía un collar dorado cuando le daba el sol. Traviesos y revoltosos, como cualquier pequeño, siempre estaban jugando y pensando en hacer algunas travesuras. Su entretenimiento favorito era inventarse grandes aventuras y viajes alrededor de todo el mundo, sin pensar en los peligros y dificultades que se iban a encontrar.
Como todos los pequeños conejitos, iban al colegio de Don Cornelio que además de ser el Señor director, era el maestro de la clase en la que estaban, un enseñante muy exigente. Don Cornelio era un viejo conejo gruñón con gafas metálicas, redondas con un cristal de mucho aumento. Y siempre llevaba un Birrete negro con una gran borla que le llegaba a los hombros. Tenía una gran regla de madera en la espalda y con ellas se daba palmaditas en la otra mano como amenaza, para reprender y castigar a los alborotadores. La escuela estaba situada bajo una higuera grande, con una pizarra apoyada en el tronco, para explicar la lección del día, a su lado una cajita para el borrador y las tizas.
Un día Coni y Coka decidieron hacer rabonas en el cole para correr una aventura de las que habían pensado y juntos conocer otros lugares, a pesar de que el lugar donde vivían era idílico. Tenía altas montañas que en invierno, se cubrían de nieve como una boina blanca, coronando las cumbres, destacando a la vista. Más abajo había grandes bosques de abetos que cambiaban de tonalidad en el otoño, pasando del verde al amarillo y al rojizo, dando un color distinto al paisaje, que parecía a veces postales, con sus grandes y centenarios Pinsapos de forma de árbol de navidad agarrado a las laderas.
Cabras montesas y muflones correteaban de roca en roca y ramoneaban entre la maleza. Más abajo cambiaba la vegetación con algarrobos, robles, viejas encinas, grandes extensiones de pino piñonero que parecía una gran alfombra verde con olor a resina que inundaba todo. Debajo encontraba vegetación de lentisco, carrascas y madroño que con sus frutos daban el toque de color al invierno, desde el amarillo tornándose en rojo, alimento de las aves y otros animalitos. Allí vivían los ciervos y jabalíes, ocultándose entre los matorrales y comiendo de sus frutos. Las culebras y lagartos vivían entre las piedras antes de llegar al valle. Las plantas aromáticas exhalaban su perfume. Mirtos, tomillos, romeros, lavanda… daban olor. El viento esparcía olores sobre toda la zona.
Jugaban allí persiguiendo a mariposas que iban de flor en flor. A las abejas que libaban su polen no las molestaban porque les podía picar con el aguijón, ya que estas no se andaban con chiquitas.
Un río, alimentado con las aguas del deshielo, formaba cascadas cantarinas por la diferencia de altura entre salto y salto. Hacia la mitad, el sonido se volvía más pausado, pues aparecían rocas acumuladas que los apagaban. Finalmente se arremansaba serpenteando y separando el valle en dos con adelfas, chopos y sauces en ambas orillas. En la zona del valle acompañaban el curso del río, nacían grandes praderas, que se extendían a sus pies con distintos coloridos por las flores de temporada. Sólo en la zona más umbría crecían los helechos, culantrillos y musgo que tapizaban las rocas y plantas de sombras. El río con sus frías y limpias aguas, moría en un gran lago azul, reflejo del cielo, donde se veía el paisaje y bebían todos los animales. En la primavera era un hervidero de aves con sus distintos trinos y dibujaban colores pasajeros. En las orillas era un tapiz multicolor de florecillas silvestres de todos los colores; la manzanilla dando el color blanco y los vinagrillos en primavera lo pintaba de amarillo. En verano se iban turnando las diferentes plantas, con colores distintos de lirios azules y otros blancos formando grandes macizos y daban colorido.
El parque estaba limitado con una alambrada de púas y grandes carteles en los que ponía “Prohibida la caza, reserva natural”. Coni y Coka por ser tan pequeños, aún no sabían leer.
Muy temprano se reunieron bajo el tronco gordo atalaya del águila. Partieron caminando animados, salieron de los límites del parque, atravesaron un largo y negro sendero, era muy temprano y no había tráfico. Desconocían que existiese zona de paso especial sin riesgo algunos para animales.
Todo les parecía maravilloso, distinto, nuevo. A lo lejos divisaron unas casas que nunca habían visto. Todo era muy diferente a lo que conocían. Se fueron alejando más y más, hasta que de pronto escucharon un gran estruendo. No sabían qué era ni de dónde venía. Aturdidos, miraron a todos sitios y solo vieron en el cielo una bandada de pájaros que volaba huyendo despavorida encima de sus cabezas. Al rato una jauría de perros que venían hacia ellos con un humano detrás con el instrumento que emitió el ruido. Corrieron muchísimo y de pronto se vieron en el camino negro.
Grandes animales metálicos iban a gran velocidad por allí formando un ruido atronador y echando humo sin parar. No se podía cruzar el camino sin correr peligro, el olor molestaba. Pararon en el borde, pero los perros estaban cada vez más cerca. Tuvieron que arriesgarse y cruzaron con riesgo para seguir huyendo. No vieron los cepos que había por allí que ponían los furtivos para cazar los conejos que salían del parque. Corriendo llegaron a la alambrada y como eran pequeñitos pasaron por debajo del alambre de donde partieron. El humano, al ver el cartel se quedó parado. Ellos continuaron corriendo y exhaustos se tiraron en la pradera.
Después de descansar un rato, ya un poco más tranquilos, partieron para la escuela de Don Cornelio. El maestro, que se había percatado de su ausencia, los esperaba con la regla en ristre. Muertos de miedo buscaron una excusa que no encontraron. Escucharon la reprimenda del maestro que les dijo que estaba bien que tuvieran inquietud por querer conocer cosas nuevas y correr aventuras, pero que antes, tenían que saber todos los peligros que había fuera. Allí dentro sólo existía uno, el gran gato bigotudo moteado, con las orejas picudas, que solo mataba para comer, no como el hombre que mata por deporte sin necesidad. Recapacitaron y decidieron hacer caso a Don Cornelio y aparcar la aventura hasta saber todo.