Era un hombre peculiar simpático, afable, divertido y amigo de sus amigos, que vivía bien con su familia, mujer e hijos. Tenía un buen trabajo y era feliz; no le faltaba de nada, un día sin esperarlo le sobrevino un terrible daño cerebral y todo cambió.
No podía moverse por sí solo sin ayuda, no veía bien y tenía la memoria casi perdida. No recordaba nada, había perdido los últimos 30 años, como si no los hubiese vivido.
Como todos los días lo recogieron del centro donde iba a ver si mejoraba las secuelas que le había quedado tanto físicas como mentales tras el daño.
Sabía que había seres queridos que lo cuidaban pero confundía su parentesco.
Un día llegó a la casa y lo sentaron como siempre en su butaca orejona de cretona Inglesa con fondo verde y estampado de flores, le pusieron la televisión para que se entretuviese.
Él sabía que había escrito todos los acontecimientos principales de su vida, sus memorias, las cuales estaban en algún lugar de la casa pues no lo había tirado.
Este día, lo recordó y como no estaba vigilado intentó buscarlos, estarían en cualquier lugar. Miró y no vio nada, se echó al suelo y gateando como un niño pequeño como pudo se dirigió a la puerta del pasillo. La trampilla de la Buhardilla estaba abierta y la escalera desplegada.
Se dirigió hacia ella arrastrándose por el suelo como un animal y con mucho esfuerzo fue subiendo los peldaños.
Una vez arriba pudo ver a duras penas el desván. Tenía un color uniforme, predominaba el gris plomizo en todo lo que había, debido al polvo acumulado a lo largo del tiempo. Estaba iluminado por una tenue luz que entraba por un ventanuco del techo a través de una cortina de un color indeterminado media ajada toda deshecha por el sol, con una abertura por donde entraba un poco de luz que alumbraba la estancia, Había muchos muebles en desuso de los cuales reconoció entre ellos, a pesar de la funda color pardo que les cubrían. Estaban el pequeño escritorio al cual se le veían solo sus patas rematadas por un metal ya oxidado, un perchero modernista tipo tonet de pie y dos mecedoras a juego con los asientos vencidos una con la rejillas rota. De uno de los brazos colgaba enganchada una Pamela de paja con grades flores de fieltro en una cinta alrededor ya pasada de moda.
Arrumbados viejos cuadros con grandes fotografías de sus antepasados y láminas de vírgenes y santos que se ponía en las cabeceras de las camas. Había un cuadro de un Ángel de la guarda de un niño cruzando un arroyo por una estrecha tabla y el Ángel situado detrás. Junto a éstas también apiladas sobre la pared grandes cajas que no se sabían cuál era su contenido.
Un pequeño cofre abierto en el centro de la estancia donde estaban los escritos que tanto él buscaba. Alumbrado por un rayo de luz que en aquel momento le entraba por las rajas de la cortina se vislumbraba el pequeño cofre de madera de cedro natural sin herrajes que tenía solo una cerradura sin llave y dos departamentos, uno para el papel y el otro para los útiles de escritura dos tinteros de cristal con la tinta ya seca. Un plumín de madera rojiza con su pluma y dos plumas estilográficas, una nacarada de color crema y plateada con depósito de tinta que se llenaba con un cuentagotas y la otra más moderna y estilizada de un material plástico oscuro y dorados los anillos del capuchón con depósito de tinta intercambiable.
Éste se dirigió hacia allí y lo cogió. Respaldándose en una caja se lo puso entre sus piernas, y fue sacando los escritos con la intención de leerlos y recordar parte de su pasado, pero no pudo.
Los papeles estaban descoloridos, amarillentos por el paso de los años y no se veían, pues las letras estaban comidas por el sol sin remisión. A medida que iba sacando papeles se aclaraba, sin embargo eran ya lo que recordaba lo vivido muchos años atrás, y los papeles que buscaba era de los últimos 30 años, que era lo que se había borrado para siempre. Concluyó de esta forma que no podría saberlo nunca. Allí quedó sentado en el suelo y llorando con los papeles regados entre sus piernas .
Cuando lo echaron de menos; lo buscaron por toda la casa, se dieron cuenta que la trampilla estaba abierta y subieron corriendo; allí estaba sentado en el suelo .
Lo bajaron con mucho esfuerzo y lo sentaron en su sillón, le dieron el almuerzo y aquel episodio no lo olivaría nunca, continuo asistiendo a su recuperación con entusiasmo y alegría mientras pudo.
Dedicado a la memoria de Antonio Sánchez de la Campa García.
Antonio Aragón del Cerro